El día empezó muy mal.
Me quedé dormida y llegué tarde al trabajo.
Todo lo que sucedió en la oficina contribuyó a mi ataque de nervios.
Para cuando llegué a la parada del autobús en mi viaje de regreso a
casa, tenía un gran nudo en el estómago.
Como
de costumbre, el autobús llegó tarde… y atestado. Tuve que ir de pie en
el pasillo. Mientras el bamboleante vehículo me lanzaba en todas
direcciones, mi depresión se hacía más profunda.
Entonces escuché una voz grave que salía del frente:
-Hermoso día, ¿verdad?
Debido a la aglomeración de público, no podía ver al hombre, pero
podía escucharlo mientras seguía comentando el panorama primaveral,
llamando la atención hacia cada punto importante que se avistaba: esta
iglesia, ese parque, aquel cementerio, la estación de bomberos.
Pronto todos los pasajeros estaban mirando por las ventanillas. El
entusiasmo del hombre era tan contagioso que me sorprendí sonriendo por
primera vez ese día. Llegamos a mi parada. Maniobrando hacia la puerta,
eché un vistazo a nuestro “guía”: una figura regordeta con una barba
oscura, que usaba espejuelos oscuros y llevaba un delgado bastón blanco.
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