Hubo un tiempo en que no existían estaciones. No había florida primavera, ni verano abrasador, ni otoño nostálgico e invierno helador. Los árboles mezclaban sus flores con sus frutos, sus hojas amarillas con sus desnudas ramas y en un mismo día podía llover y helar, hacer un frío que pelaba o el más agotador de los calores.
Por aquella época andaban todos un poco locos con tanto cambio de tiempo. Los caracoles sacaban sus cuernos al sol para sentir en seguida la lluvia sobre sus caparazones espirales. Los osos se iban a dormir cuando hacía frío y antes de que hubieran conciliado el sueño ya estaban muertos de calor en lo más profundo de su cueva. Todos andaban despistados pero como no había normas vivían felices en el caos más absoluto.
También el sol y la lluvia andaban despistados, concentrados en algo mucho más importante que el tiempo, los animales o los árboles: el amor. Y es que el sol y la lluvia, en aquella época loca en la que no existían las estaciones, se habían enamorado. Y como aquel tiempo era un tiempo de principios y de primeras cosas, el amor entre el sol y la lluvia era nuevo, intenso y desbordante.
Al principio se encontraban en los amaneceres, cuando todos dormían aún. Durante algunos minutos el sol brillaba con fuerza y la lluvia llenaba de agua las hojas y los campos. Con el tiempo los amantes sintieron más y más necesidad de estar juntos. De los amaneceres pasaron a las mañanas y de las mañanas llegaron a los mediodías y las tardes.
Pero en aquel caos de mundo donde no había estaciones, a nadie le sorprendió que lloviera y saliera el sol al mismo tiempo, al fin y al cabo, aquel era un mundo sin normas y todo estaba permitido.
Sin embargo, un día los amantes llegaron demasiado lejos. Enamorados como estaban las horas juntos se les pasaban en un instante, les sabían a poco. Por eso aquella tarde cuando el sol se preparaba para el atardecer, para desaparecer hasta la mañana siguiente, la lluvia sintió el deseo de tenerle un ratito más a su lado.
- ¡No puedes irte tan pronto! Quédate conmigo un par de horas más.
Y el sol, conmovido por la dulzura de la lluvia no pudo negarse. Aquel día atardeció dos horas más tarde pero nadie dijo nada: en aquel mundo sin normas todo estaba permitido.
Al día siguiente, fue el sol el que se sintió tentado a aparecer antes en el cielo y estar más rato con su querida lluvia.
- Nadie lo notará. Al fin y al cabo la noche es oscura y a nadie le gusta.
Y el amanecer, en aquella ocasión, comenzó mucho más pronto que nunca. Pero nadie dijo nada: en aquel mundo sin normas todo estaba permitido.
Día tras día, los amantes arañaban horas a la noche hasta que esta desapareció del mundo. Aquello provocó el mayor caos que se había visto jamás en aquel mundo de caos. Los animales no conseguían dormir, la tierra estaba inundada, las flores se morían de calor con tanto sol. Eso por no hablar de que la luna y las estrellas se habían quedado sin trabajo. Muy enfadada, la luna comenzó a pedir explicaciones a todos los seres que vivían en el planeta.
- ¿Se puede saber quien ha organizado semejante lío? Sin noche no hace falta luna, ni estrellas, ¿a dónde se supone que debo marcharme yo ahora? – gruñía irritada en lo más alto del cielo.
Y tras mucho preguntar y mucho investigar, la luna se enteró del romance que mantenían el sol y la lluvia y de como este amor desbordado le había robado la noche. Muy enfadada les sorprendió una noche que no era noche sino día:
- ¿No os da vergüenza haber dejado al mundo entero sin noche? – les gritó indignada.
- Pero esto es un mundo sin normas y aquí todo está permitido – exclamó orgulloso el sol.
- Claro que sí, siempre que lo que hagamos no moleste a los demás. Y vuestras aventuras nocturnas perturban a los animales que no pueden dormir, aturullan a los árboles y a las flores con tanta agua y tanto calor. Además, ¿qué hay de las estrellas y de mí misma? ¿Qué haremos sin noche? ¿os habéis parado a pensar un solo segundo qué será de nosotras?
La lluvia y el sol bajaron la cabeza avergonzados. Claro que no habían pensado en eso. Ellos solo tenían pensamientos para su amor y sus sentimientos y todo lo demás no importaba. Pero aquello tenía que cambiar.
Y vaya si cambió. La luna bien se encargó de ello y condenó a los amantes a terminar con aquellos encuentros. Desde aquel momento, a la lluvia siempre le acompañó un cielo gris y triste. El sol, por su parte, dejó de viajar con las nubes. Si estas aparecían era para hacerle sombra, pero nunca para traerle la lluvia, como hacían antes.
Fue una época triste aquella. Eso a pesar de que nacieron las estaciones y los animales y las plantas dejaron de volverse locos con tanto cambio de tiempo. Sin embargo, todos se sentían un poco culpables por el sol y la lluvia, separados para siempre.
- Algo hay que hacer. Es demasiado cruel con la lluvia y el sol.
Y tanto insistieron, que la luna acabó por ceder.
- Podréis reuniros muy de vez en cuando, y siempre en periodos cortos. Pero a cambio, en cada encuentro, tendréis que darnos algo tan bello como vuestro amor.
La lluvia y el sol aceptaron. Volvieron sus encuentros, volvió el mundo a ser alegre. La lluvia y el sol también cumplieron con su promesa.
Crearon algo tan bello como su amor: el arco iris.
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