Los sábados por la noche se parecen a sus martes. Nunca sabe el día del
mes. Se le olvida peinarse por las mañanas. Pero recuerda perfectamente la
galaxia de colores que había dentro de aquellos ojos; los que la miraban como
si fuera la mujer más bella del mundo. Y entonces, quizás lo fuera. Hace un año
y dos meses que no ha besado a nadie.
Deja el teléfono muerto cuando se queda sin batería y no se da cuenta en
siglos. Usa camisetas viejas de chico. Confunde todas sus claves y contraseñas
a cada rato. Olvida las llaves dentro de casa una vez por semana. Por las
noches, se acuesta pronto para tener más tiempo de evocar los días que pasó con
él. Tiene ojeras crónicas, pero no lo sabe porque ya no se mira al espejo.
Piensa en escribirle las 24 horas y en besarlo a cada minuto. Le aburren
las películas, se pierde en los párrafos de los libros. Garabatea su nombre
cuando tiene un papel a mano. Ha borrado su número del teléfono, aunque lo
conserva en una servilleta de bar doblada dentro del cajón de su mesita. A
menudo, lo imagina diciéndole: "Te echo de menos, mi niña". * * *
Y mientras ella está sola, él se siente solo al lado de otra compañía. Los
latidos de su corazón son más automáticos que nunca. Marcan un compás exacto y
repetido, una letra de música que no se puede quitar de la cabeza: Latido,
latido, latido, te echo de menos, mi niña.
Irela Perea.
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