domingo, 23 de febrero de 2014

La camisa del hombre feliz

Allá en los tiempos de Mari-Castaña reinaba en la Arabia el Rey Bertoido I, llamado el Grande por ser el más gordo de los monarcas de su dinastía. Era su Real Majestad un grandísi­mo haragán, que pasaba la vida tendido a la larga mientras sus esclavas le espantaban las moscas con abanicos de marabú y sus esclavos le cantaban al son de añafiles y chirimías.
Sucedió, pues, que este dolce far niente le ocasionó a Su Majestad una-enfermedad extraña que de nadie era conocida. Hízose entonces un llamamiento general de médicos y acudieron en tropel a la Corte no sin gran disgusto de la Muerte, que a to­dos los tenía ocupados.

Un doctor alemán dijo que Su Majestad corría grave riesgo de la vida si no diluía tres glóbulos de Pulsatilla en una tinaja de agua y tomaba cada siete años una dosis en el rabo de una cu­chara, porque era, a su juicio, aquella enfermedad el terrible schemarawot, que se apodera en Sajonia de todo el que no quie­re trabajar.
A esto replicaba Mr. Hall, graduado en Oxford, que aque­lla dolencia se llamaba en inglés spleen; que era hija de las nie­blas del Támesis y que los hijos de la blanca Albión curaban ra­dicalmente de ella levantándose la tapa de los sesos de un pistoletazo.

Un galeno parisiense, que se rizaba el pelo y citaba a Paul de Kock, opinaba que aquella enfermedad no era sino el peli­groso ennui, y recetó a Su Majestad los bailes de Mabbille y la música de Offenbach.
Llegó en esto un médico gallego, hombre de saber y de pul­so, y recetó que a Su Majestad se le había caído la paletilla y que no hallaba otro remedio sino uncirle a un buen arado y sa­cudirle las moscas con una traílla de cuatro ramales, en vez de espantárselas con plumas de marabú, porque el palo, y no los aforismos de Hipócrates y Galeno, era, a su juicio, el mejor an­tídoto contra las desganas de trabajar.

Pusiéronse en práctica las recetas, excepto las del inglés y el gallego que, por ser harto radical la una y demasiado áspera la otra, fueron rehusadas por el monarca. Mas Su Real Majestad empeoraba de día en día y viose, al fin, a las puertas de la muerte.
Hiciéronse entonces rogativas públicas a la usa de la tie­rra, afeitándose los varones la ceja izquierda, y las hembra, la derecha; porque es achaque de creyentes y de idólatras no acor­darse de Dios hasta que los abandonan los hombres.
Publicóse al mismo tiempo un bando ofreciendo la lugartenencia del reino a cualquier nombre o mujer que presentase un régimen curativo capaz de devolver la salud al regio enfermo. Mas nadie se presentaba en Palacio, y los cortesanos más saga­ces abandonaban ya las antecámaras de! moribundo Bertoldo I para probar fortuna en las del futuro Bertoido II.

Ya parecía perdida toda esperanza, cuando una tarde apa­reció en la capital, como llovido del cielo, un hombrecillo mon­tado en un burro sin orejas, más ligero que Alborak, la yegua de Mahoma. Apeóse a las puertas de Palacio y dijo que era un médico is­raelita que se ofrecía a curar al Rey. Precedido de tres heraldos, llegó a la cámara regia.
Allí reposaba el moribundo rey Bertoldo. Sobre el gorro de dormir tenía puesta la corona de oro, porque así lo mandaba la etiqueta de la Corte; la palidez de su rostro y lo abultado de sus mofletes le daban a cierta distancia el extraño aspecto de una calabaza coronada.

Examinó el médico detenidamente el pulso de! monarca y ejecutó sobre él extraños signos; clavóle luego en la cabeza una fuerte zanca, sin que el paciente diese muestras de vida.
—Su Majestad tiene la cabeza huera —dijo el israelita.
Clavóle después la zanca en el corazón, y el rey no hizo el menor movimiento.
—Su Majestad tiene el corazón de corcho —añadió después el médico.

Penetróle de nuevo ligeramente en la boca del estómago, y Su Real Majestad dio un berrido más agudo que las últimas no­tas de una escala cromática. Crujieron los artesonados de ébano y oro del techo; los guardias, espantados, chocaron entre sí sus armas… Sólo el israelita permaneció impasible.
—Su Majestad ha trabajado mucho con el estómago —dijo.
—La sabiduría habla por tu boca —respondió el primer ministro.

La Camisa del Hombre Feliz
Consultó entonces el médico un libro extraño de vivísimos colores, en que se veían pintados los signos del Zodíaco. Trazó en él círculos misteriosos y caracteres indescifrables y declaró, al fin, que Su Majestad moriría sin remedio si antes de que llegase al plenilunio el cuarto creciente de la luna no se había vestido la camisa de un hombre feliz.

Creyeron los palaciegos facilísimo el remedio y abandona­ron las antecámaras del futuro Bertoldo II para volver a las del presente Bertoldo I, en cuyas sienes veían de nuevo afirmarse la corona. Mientras tanto, el médico israelita se escurrió sin decir pa­labra, y recitando versos del Talmud tomó el camino de Sinaí, desde cuya cumbre pensaba divisar al Mesías que esperaba.

Convocó el gran Visir aquella noche al Consejo de Estado para determinar si la camisa se había de poner sucia o limpia, bordada o lisa, con tirillas a lo Valois o con cuello a lo Currito Cúchares. La discusión fue animada; alborotáronse los conseje­ros, dijéronse Raca, y hubieran llegado a las manos si un conse­jero viejo, cuyo hopito encanecido acusaba su larga experiencia, no hubiese interrumpido el debate, preguntando a ¡os consejeros cuál de ellos era el hombre feliz que había de suministrar la ca­misa cuyas cualidades se discutían.

Turbáronse todos a tal pregunta, y unos en pos de otros abandonaron el salón sin responder palabra porque ninguno creía a su camisa capaz de producir tan maravillosos efectos. Mandó entonces el gran Visir echar un pregón en la plaza orde­nando a todos los hombres felices de la capital que se presenta­sen en Palacio; mas ninguno acudió a la cita; y la luna crecía poco a poco, como si quisiese contemplar en todo su esplendor la agonía del monarca.
Publicóse entonces el mismo bando en las ciudades, en las aldeas y hasta en los caseríos; pero todo fue en vano. Desespe­rado el Visir, porque con la muerte del rey Bertoldo se le esca­paba la privanza, salió en persona a buscar por todo el imperio el remedio indicado; pero en vano recorrió desde el Mar Berme­jo hasta el Golfo Pérsico, y llevó sus pesquisas hasta las escarpa­das montañas de la Arabia desierta. El hombre feliz no aparecía; ninguno creía serlo en la nación que llevaba por nombre este hermoso título.
 
Ya de vuelta, sentóse el Visir al pie de una palmera, rendi­do por el cansancio. Su camello daba resoplidos anunciando el simoun del desierto; a lo lejos veíanse montes de arenque se movían y se levantaban como torbellinos de fuego. Asustado el Visir, se refugió en una cueva que vio a lo lejos, junto a un ote­ro; allí encontró a un pastor anciano que le ofreció dátiles y un odre de agua.
—¿Qué buscáis en esta soledad? —preguntó al magnate.
—Busco el hombre feliz que no he hallado en la Corte —re­plicó irónicamente éste.
—¡Alá es grande!—repuso con gravedad el viejo—. El leo­pardo del desierto —añadió poniendo su mano sobre el pecho— gusta en su cueva lo que no tiene en su Palacio el Caudillo de los Creyentes.
—¡Tú! —exclamó el Visir estupefacto— ¿Tú eres feliz?…
—¡Alá es grande! —repitió el viejo.
—Pero ¿cómo eres feliz en esta cueva?
—Porque no deseo otra ni temo perder ésta.
—Pero ¿dónde encuentras la dicha? —preguntó el Visir, que no comprendió la profunda respuesta del viejo.
—Dentro de mí mismo.
El Visir, alborozado, arrojó a los pies del pastor un saco de zequíes y le pidió su camisa. El anciano abrió sonriendo el sayo de pieles que le cubría, y… ¡oh sorpresa inesperada!, ¡oh desen­gaño cruel!… El hombre feliz… no tenía camisa.
León Tolstói (1828-1910)

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