El joven poeta había aprendido
ciencias. Se había maravillado de las ciertas bondades con que podía definirse
desde lo que en el infinito de la pequeñez no podía verse, hasta lo que en lo infinito de lo grande no
podía verse.
Había
en todas las cosas un enigma que ya no podía resistirse al hombre, no
importaban sus transformaciones, sus modos ni sus tiempos, las entrañas de
todas las cosas eran tan conocidas como las palmas de las manos de los
estudiosos y tampoco los contextos faltaban de explicación.
Mas
resulta que un buen día notó que su área de estudio preferida y que inspiraba
todas sus palabras, jamás había logrado ser definida, y es por eso que se creyó
el indicado, ahora que sus manías versaban tanto de rimas como de fórmulas, para
definir de una vez y para siempre lo que era el amor.
Así
tomó un gran libro de muchas páginas y empezó a ejercitar sus letras,
volteándolas y dándoles de trompos en cuánta forma tuvieran algún significado y
también a como no.
Y
fue de tal suerte, que emprendió tortuosa lucha, por adaptar a las letras lo
que en ninguna cabía, y entre matemáticas y aritméticas, esquiva fórmula la del
amor, a nada se asía.
Resultado
de las químicas redactó, después de afanosamente buscar, reacción a perfumes y
luego algo más, en las masas grises de las mentes, una reacción tan o más
singular. Mas el poeta vio que entre estornudos el amor seguía, y que no debía
ser el amor un perfume.
Viendo
las personas y los lazos de entre ellas, pensó por un instante que el amor
debía de ser una necesidad, pues que salvaba los males del mundo cuando se les
daba en atar a la persona dolida del mal, y a la que le podía de sanar. Sin
embargo entendió que debía haber algo además: el amor lejos de interés de
necesitar, siempre más veces era que se daba en regalar.
El
amor como reflejo del desborde de las historias, escribió apresurado para no
perder la idea. Una cadena infinita y oscura ataba al primero hombre a la
primera mujer y desde entonces a todo aquél que le siguiera. A más historia más
amor, llegó a decir, pero en verdad que la cadena estaba rota y tenía eslabones
que saltaban, se hacían de a grupos en tiempos remotos y volvían, sin aviso, a
los más prontos. No cabía así tampoco, el amor al propósito de los doctos.
El
amor ha de ser de a pares, sólo los iguales saben amar igual. Especuló, pues
que a falta de intereses en no morir al no seguirse en cadena, el amor inútil
más amor debía de ser. Mas de nuevo la cadena volvía sobre sí como muestra fiel
de amor también, y se dijo que no, esto tendría razón ni en cabezas ni en los
pies.
El
amor es fe, y fiel reflejo de todo ser con el que ha de ser su creador es.
Halló esto rígido como una ley, pero no la que se debía siempre mantener, pues
él aún sin creer sabía otros que creían distinto a él, y de mil tonos los
tótemes y dioses de celestes su miel, de ambrosia o néctar, sacristía o ayuno
de hiel, esto tampoco lo iba él a saber.
Y todos distintos amores que en lo similar anidarían sus verdades, pero de todo
lo que llegaba a ver, a más se decían más distaban. Y ese fue su parecer.
Y
siguió así lagos días que se hicieron largos giros de luna, y a cada meditación
completaba más páginas una a una.
Y
tras pasar toda la estación mala encerrado y encerrándose en sí mismo, al fin
volvió a reinar el sol. El poeta, frustrado por esta mala empresa de cruzar
ciencias y rimas, apartó su inmenso libro malogrado y abrió de par en par sus
ventanas. Afuera la vida fluía, y había una rosa a la que había juzgado
marchita y muerta, que tan pronto como él pestañeaba, era visitada por una
abeja, una mariposa y un pájaro romántico después.
Ese
instante de inspiración le bastaba. Dio un brinco su corazón y el rubor de la
vida tiñó sus mejillas y a las pupilas le inundó.
–
¡Al amor que no se puede definir, como no se puede definir al fuego del sol, si
no se le amarra con palabras se le ha de plagiar!
Y
se sintió sorprendido de su torpeza, cuando no se puede definir, todos saben
que se ha de comparar y decir: “no lo sé decir, pero eso es lo que es”.
Haría
pues, un ejemplo.
Saltó
como una fiera sobre su libro y arrancó la primera hoja llena de garabatos que
se simulaban palabras. La estudió solitaria entre sus manos, y por fin empezó a
doblarla.
El
joven poeta dejó de ser joven, los años pasarían con él entretenido en su alcoba,
buscando copiar la rosa y perdiendo los números de sus empeños.
Llegó
a ser admirado por las multitudes, ya de anciano, había logrado la magia de que
sus páginas empezaran siendo una semilla y que brotaran por sí mismas en el
correr de los días. Incluso los bordes afilados de las hojas habían dado el
carmesí de los pétalos, y su sudor y las lágrimas de la constante frustración
hacían verdes los hongos que recubrían sus bases.
Nadie
nunca podía distinguir entre las rosas de verdad y las que hacía de papel el
poeta. Alguna dama distraída había sido engalanada con estas extrañas ofrendas
que incluso plagiaban los tiempos para marchitarse. El buen alma del iluso
poeta había también bañado de sus perfumes cada una de ellas, y eran la
maravilla y el comentario eterno de todos en su pueblo. Y en cada pueblo en que
se sabía de aquellas ingeniosas rosas que competían en bellezas con cualquiera
que se pudiera cosechar del jardín más selecto.
Mas,
la vida del poeta terminó como todas las demás, y tocó a su puerta el último
día, sin que él hubiera entendido lo que era amar. Encerrado en su alcoba a
cada vez superaba en mil sus prodigios. Pero ninguna a él le habían regalado. Y
así como esto es cierto, esto no era el motivo de su frustración ni de su
melancolía, pues que a nadie jamás lo diría y el secreto se llevó a la tumba.
Al
poeta le avergonzaba tanto que ni a él mismo se lo decía, que jamás a ninguna
de sus flores, había venido primero una abeja, luego una mariposa y un pájaro
romántico después.
- Jacques Pierre
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