jueves, 4 de abril de 2013

Las rosas de papel

El joven poeta había aprendido ciencias. Se había maravillado de las ciertas bondades con que podía definirse desde lo que en el infinito de la pequeñez no podía verse,  hasta lo que en lo infinito de lo grande no podía verse.

Había en todas las cosas un enigma que ya no podía resistirse al hombre, no importaban sus transformaciones, sus modos ni sus tiempos, las entrañas de todas las cosas eran tan conocidas como las palmas de las manos de los estudiosos y tampoco los contextos faltaban de explicación.

Mas resulta que un buen día notó que su área de estudio preferida y que inspiraba todas sus palabras, jamás había logrado ser definida, y es por eso que se creyó el indicado, ahora que sus manías versaban tanto de rimas como de fórmulas, para definir de una vez y para siempre lo que era el amor.
Así tomó un gran libro de muchas páginas y empezó a ejercitar sus letras, volteándolas y dándoles de trompos en cuánta forma tuvieran algún significado y también a como no.
Y fue de tal suerte, que emprendió tortuosa lucha, por adaptar a las letras lo que en ninguna cabía, y entre matemáticas y aritméticas, esquiva fórmula la del amor, a nada se asía.

Resultado de las químicas redactó, después de afanosamente buscar, reacción a perfumes y luego algo más, en las masas grises de las mentes, una reacción tan o más singular. Mas el poeta vio que entre estornudos el amor seguía, y que no debía ser el amor un perfume.
Viendo las personas y los lazos de entre ellas, pensó por un instante que el amor debía de ser una necesidad, pues que salvaba los males del mundo cuando se les daba en atar a la persona dolida del mal, y a la que le podía de sanar. Sin embargo entendió que debía haber algo además: el amor lejos de interés de necesitar, siempre más veces era que se daba en regalar.
El amor como reflejo del desborde de las historias, escribió apresurado para no perder la idea. Una cadena infinita y oscura ataba al primero hombre a la primera mujer y desde entonces a todo aquél que le siguiera. A más historia más amor, llegó a decir, pero en verdad que la cadena estaba rota y tenía eslabones que saltaban, se hacían de a grupos en tiempos remotos y volvían, sin aviso, a los más prontos. No cabía así tampoco, el amor al propósito de los doctos.

El amor ha de ser de a pares, sólo los iguales saben amar igual. Especuló, pues que a falta de intereses en no morir al no seguirse en cadena, el amor inútil más amor debía de ser. Mas de nuevo la cadena volvía sobre sí como muestra fiel de amor también, y se dijo que no, esto tendría razón ni en cabezas ni en los pies.
El amor es fe, y fiel reflejo de todo ser con el que ha de ser su creador es. Halló esto rígido como una ley, pero no la que se debía siempre mantener, pues él aún sin creer sabía otros que creían distinto a él, y de mil tonos los tótemes y dioses de celestes su miel, de ambrosia o néctar, sacristía o ayuno de hiel,  esto tampoco lo iba él a saber. Y todos distintos amores que en lo similar anidarían sus verdades, pero de todo lo que llegaba a ver, a más se decían más distaban. Y ese fue su parecer.
Y siguió así lagos días que se hicieron largos giros de luna, y a cada meditación completaba más páginas una a una.
Y tras pasar toda la estación mala encerrado y encerrándose en sí mismo, al fin volvió a reinar el sol. El poeta, frustrado por esta mala empresa de cruzar ciencias y rimas, apartó su inmenso libro malogrado y abrió de par en par sus ventanas. Afuera la vida fluía, y había una rosa a la que había juzgado marchita y muerta, que tan pronto como él pestañeaba, era visitada por una abeja, una mariposa y un pájaro romántico después.
Ese instante de inspiración le bastaba. Dio un brinco su corazón y el rubor de la vida tiñó sus mejillas y a las pupilas le inundó.

– ¡Al amor que no se puede definir, como no se puede definir al fuego del sol, si no se le amarra con palabras se le ha de plagiar!
Y se sintió sorprendido de su torpeza, cuando no se puede definir, todos saben que se ha de comparar y decir: “no lo sé decir, pero eso es lo que es”.
Haría pues, un ejemplo.

Saltó como una fiera sobre su libro y arrancó la primera hoja llena de garabatos que se simulaban palabras. La estudió solitaria entre sus manos, y por fin empezó a doblarla.
El joven poeta dejó de ser joven, los años pasarían con él entretenido en su alcoba, buscando copiar la rosa y perdiendo los números de sus empeños.
Llegó a ser admirado por las multitudes, ya de anciano, había logrado la magia de que sus páginas empezaran siendo una semilla y que brotaran por sí mismas en el correr de los días. Incluso los bordes afilados de las hojas habían dado el carmesí de los pétalos, y su sudor y las lágrimas de la constante frustración hacían verdes los hongos que recubrían sus bases.
Nadie nunca podía distinguir entre las rosas de verdad y las que hacía de papel el poeta. Alguna dama distraída había sido engalanada con estas extrañas ofrendas que incluso plagiaban los tiempos para marchitarse. El buen alma del iluso poeta había también bañado de sus perfumes cada una de ellas, y eran la maravilla y el comentario eterno de todos en su pueblo. Y en cada pueblo en que se sabía de aquellas ingeniosas rosas que competían en bellezas con cualquiera que se pudiera cosechar del jardín más selecto.

Mas, la vida del poeta terminó como todas las demás, y tocó a su puerta el último día, sin que él hubiera entendido lo que era amar. Encerrado en su alcoba a cada vez superaba en mil sus prodigios. Pero ninguna a él le habían regalado. Y así como esto es cierto, esto no era el motivo de su frustración ni de su melancolía, pues que a nadie jamás lo diría y el secreto se llevó a la tumba.

Al poeta le avergonzaba tanto que ni a él mismo se lo decía, que jamás a ninguna de sus flores, había venido primero una abeja, luego una mariposa y un pájaro romántico después.
- Jacques Pierre

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